Un director mítico y mitificado

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JAVIER ELZO

La primera y única vez en mi vida que he asistido a un concierto de Karajan remonta al año 1966. Yo tenía apenas 24 años y, tras una larga espera de 8 horas, conseguí la segunda entrada vendida, subí corriendo las empinadas escaleras del Teatro de los Campos Elíseos en París y tomé posesión de mi privilegiada plaza. Era el gallito mas gallinero imaginable en una sala de conciertos. Todavía existe ese gallinero y, cuando frecuento la misma sala, me basta levantar la vista y verme reflejado en los rostros encendidos de los jóvenes, en primera fila de gallito. No olvidaré el concierto. El segundo Brandeburgo, con el propio Karajan al clave –¿o era piano?– y la 4º de Schumann en la primera parte. En la segunda, creo recordar que algo corto de Debussy o Ravel y terminó con el Bolero de Ravel. Tras el acorde final, el teatro se cayó.

Karajan era un mito para los melómanos. En los años 60, ya Toscanini y Furtwängler fallecidos, Celibidache apartado, Karajan nombrado, de por vida, al frente de la Filarmónica de Berlin, su reino no terminaría hasta su fallecimiento. El día que murió, el rotativo francés ‘Le Monde’ tituló así: «Dieu est mort». Porque eso fue Karajan en el universo musical, especialmente en el mundo mediático y discográfico: el rey Midas, el dios de la reproducción sonora y en vídeo. Lo que le ganó mil y una envidias y críticas. Pero no creo que haya interprete de música clásica que haya vendido más discos que Karajan.

Personalmente no soy competente para valorar, menos aún juzgar, la calidad de las interpretaciones de Karajan (ni de nadie). No soy músico, menos aún musicólogo. Simplemente soy un melómano que ha escuchado muchos discos y conciertos en media Europa. Hacia Karajan mantengo una relación ambivalente, compartida por mucha gente, porque también he leído lo que dicen de él otros melómanos, los críticos musicales y, también, los músicos y musicólogos. Hay algo que echa para atrás cuando uno se acerca a la figura de Karajan. No me refiero a sus relaciones con el nazismo, cuestión que exige capítulo aparte pues toca también a otros directores de orquesta y no de los menores, como Furtwängler, Böhm o Mengelberg, por ejemplo, sino a su porte arrogante, su ensimismamiento dirigiendo con los ojos cerrados, su endiosamiento más allá de la música (coches de fábula, yates, etc) y aquí y allá, anécdotas de cantantes y músicos apartados de un plumazo por un director megalómano.

Pero queda la música que nos ha legado. Un ejemplo. Las grabaciones de las nueve sinfonías de Beethoven (cuatro en disco, si no estoy equivocado) forman parte del patrimonio musical de millones y millones de personas que se han asomado a la música clásica. Todavía hoy recuerdo la primera Quinta sinfonía de Beethoven que escuché. Era el primer Karajan con la Filarmónica de Viena. El mes pasado me dieron esas 9 sinfonías, con un pequeño suplemento, al adquirir una revista. Volví a escuchar la Quinta y volví a sentir, en la motricidad de Karajan, como en nadie, la urgencia del mensaje prometeico de la Quinta de Beethoven. Aunque no sea ‘mi’ Quinta, que la reservo para las de Furtwängler de 1943 y 1947, incapaz de escoger entre las dos.

Pero Karajan no es solamente Beethoven. Es, básicamente, todo lo que hay de música entre Haydn y Schöenberg: Mozart, Schubert, Mendelssohn, Brahms (inmenso), Richard Strauss (el ‘D. Quijote’ con ‘Rostro’), Chaikovski, Bruckner (su último disco es una Séptima de Bruckner, con un Karajan ya enfermo que nos deja, en un extraordinario adagio, su testamento espiritual), Wagner (¡qué ‘Tristán’!), etc. También interpretaba Vivaldi, por ejemplo, pero nadie se acuerda de esos discos. Pero déjenme mencionar para terminar, aún irritando a los puristas, su ‘Pasión según San Mateo’ de Bach, portentoso drama musical en la concepción de Herbert von Karajan.