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AULA DE CULTURA VIRTUAL

LITERATURA DE MONTAÑA. El Lama Milapera
D. César Pérez de Tudela
Explorador alpina
Bilbao, 13 de enero de 2003

Les agradezco que me den la oportunidad de comparecer ante ustedes en esta prestigiosa Aula de Cultura del Grupo Correo y de contarles la aventura de la montaña, que es la aventura de la vida pero a veces más exigente, que es buscar afanosamente ese camino que conduce a la cima, ese «triángulo orográfico», como lo llaman los antiguos -y yo lo soy-, que de alguna forma se junta con el cielo. Pues bien, después de cuarenta y tantos años de subir montañas -empecé muy joven, todo hay que decirlo-, ahora empiezo a saber por qué voy a ellas. No soy persona de inteligencia rápida y me ha costado muchos años darme cuenta de que no voy buscando deporte. Yo era muy débil de adolescente, y la verdad es que el deporte no me atraía mucho. Más bien había nacido para el mundo del arte, del estudio. No obstante, tuve que hacerme fuerte, deportista, y lo fui, lo he sido y lo sigo siendo. Es decir, que soy deportista porque es el medio que me permite llegar a la montaña. Ahora bien, no soy un deportista convencido. Por eso soy alpinista. Durante años fui a la montaña y a las cimas porque quería ser, entonces sí, de los mejores subiendo las cumbres más difíciles. Claro que eso fue hasta una determinada época, luego empecé a darme cuenta de que las montañas exploradas, conocidas, reiteradas, eran menos aventura. Era la vida, y había que vivirla por senderos nuevos, así que movido por ese afán de exploración que todos los humanos llevamos dentro empecé a viajar a zonas de la tierra desconocidas.
 
En los últimos tiempos de mi vida, en este periodo que estoy viviendo, que yo creo que es enriquecedor y que espero que se prolongue mucho, esto es, que las facultades me sigan asistiendo, me he dado cuenta de que la montaña es el camino de la meditación. En ningún otro lugar de la tierra puede encontrarse el hombre consigo mismo e incluso con lo que hay más allá, con Dios, con todos los planteamientos, con más tranquilidad, con más profundidad, con más fuerza, que es la que permite ir camino a la cumbre. De hecho, cuando más he reflexionado, cuando más he prometido ser mejor, cuando más he visto mis enormes defectos y cuando más he visto lo lejano que estoy de la bondad ha sido cuando he ido sufriendo camino de esas montañas altas. Y no les digo nada si encima son altas de cota y estamos bajo los efectos de esas situaciones tan poco estudiadas (porque desgraciadamente el humano se caracteriza por ser poco estudioso; es más, hasta los estudiosos son poco estudiosos), de sueños terminales, producidas por la falta de oxígeno en la altitud y por el tremendo esfuerzo realizado. Efectivamente, es realmente curioso que ese mundo se convierta en un sendero místico. Si muchos de los alpinistas que nunca recitan sus sobresaltos, sus miedos y sus valores fueran, o fuéramos, alguna vez sinceros, o si recordáramos lo que nos sucede, cosa harto difícil porque el fenómeno del declive de la memoria es otra de las características de las altas cotas, recitaríamos casi como San Juan de la Cruz o Santa Teresa relataban aquel mundo místico de no saber bien de dónde venían y de caminar hacia arriba, hacia lo alto, que es donde yo he descubierto que están la luz y la verdadera perspectiva de la vida.
 
Pero lo que en realidad quería contarles brevemente es el momento en que pensé que mi vida tendría que separarse de la montaña. Desgraciadamente, tuve un duro infarto escalando el Everest en su zona más conflictiva y más peligrosa, que es la Cascada de Khumbu. Y más peligrosa si cabe porque iba yo solo. Los sherpas estaban cansados de tanto porteo y yo tenía que ver los campamentos del Valle del Silencio. La verdad es que sobreviví de aquel infarto de milagro, y parte de ese milagro estuvo en manos de los compañeros que decidieron rescatarme mostrándome así su extraordinaria solidaridad. No obstante, como les decía, cuando bajé de aquella montaña fue cuando pensé, y además era lo que también me aconsejaban los amigos (aunque pienso que no se debe hacer demasiado caso a los consejos a no ser que vengan de gente autorizada, que es mejor escuchar la voz de lo alto que la de los conocidos, porque ya decía Machado que de entre las voces no escuches más que una), que debía abandonar aquella vida. Ellos insistían en que debía dejar el alpinismo. «Ya no puedes tener confianza en ti mismo. Esto es un aviso», me decían, y yo estaba dándome cuenta de que aquel infarto había sido, efectivamente, algo que debía tener muy en cuenta. Por eso me acabé resignando y pensé en volver a la Facultad de Ciencias de la Información, para impartir algún tema de Comunicación como estudioso -soy doctor en Ciencias de la Comunicación-, o al mundo jurídico de la defensa y la acusación, al mundo del Derecho. Claro que, por otro lado, también estaba seguro de que yo era el peor de los abogados, y que profesores había muchos y tampoco era mejor que los otros.

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