Espido freire, escritora
'Problemática de la
mujer en la juventud'
En principio, quisiera aclarar esa
especie de sombra que me han arrojado encima sobre lo de alavesa
o bilbaína. Yo, nacer, nací en Bilbao, como se
puede nacer en cualquier otro sitio, pero he vivido toda la vida
en Llodio y durante mucho tiempo sufrí todos los problemas
de ser alavesa. Para cualquier cosa realmente importante, había
que venir a Vitoria y, para cualquier cosa menos importante,
las compras, lo que fuera, había que ir a Bilbao. Nos
discriminaban todos los de Vitoria porque no había un
acceso más o menos fluido con Llodio, y los de Bilbao
porque, al fin y al cabo, pues ya se sabe: alavés,
falso cortés, patatero y demás. Entonces, cuando
llegué a una edad en la que me pude hacer respetar, y
sobre todo cuando me llegó el libro que hizo que me respetaran
mucho más, decidí hacerme querer en justa y terrible
venganza. Cuando el ayuntamiento de Bilbao decía hacerme
hija predilecta -bueno, no lo ha decidido todavía, pero
todo se andará-, o más bien cuando decide hacerme
algún homenaje, «Bilbao, tierra natal, ¡cómo
no!». Y cuando, en cambio, tengo el honor de ser elegida
como pregonera de las fiestas de San Prudencio, «esta tierra
alavesa, tan mía». En fin, me entienden, ¿verdad?
No es que sea falsa, solamente estoy intentado quitarme esa espina
llodiana, ladiotarra, abandonada durante tantos años.
A mí me hicieron así.
Pero estamos aquí para hablar
de cuál es mi visión de la mujer en ese tramo tremendo,
conflictivo, que va desde la adolescencia hasta la primera madurez,
la juventud. Si de alguna etiqueta no he podido librarme yo en
estos años, desde que comencé mi carrera profesional,
ha sido de la de joven. No importa que cada vez lo vaya
siendo menos; el caso es que me encuentro en un oficio en el
que, hasta cerca de los 40, se es un joven escritor, con
lo que me queda una larga trayectoria para seguir siendo joven
y prometedora. Claro que el problema está en que, lejos
de ser un auténtico elogio, la mayor parte de esas palabras,
juventud, promesa, etc., van cargadas de una connotación
tremendamente despectiva: «Bueno, es joven. Veremos qué
tiene que decir, qué tiene que hacer». Y si a eso
le unimos el ser mujer, ya, para qué les voy a contar:
la actitud un tanto despectiva se convierte en una actitud claramente
paternalista. Yo recuerdo que, cuando publiqué la primera
novela (en el año 1998, yo tenía 23 años),
esa actitud no era tan acusada porque inmediamente me adjudicaron
la etiqueta de cerebrín, y de un cerebrín,
fuera macho o hembra, lo único que se podía esperar
era un discurso más o menos coherente, más o menos
interesante. Mi segunda novela pasó totalmente desapercibida;
ahora bien, con la tercera, gané el Planeta, y entonces
el cerebrín tenía que ser una joven autora.
Las jóvenes autoras, como la mayor parte de las mujeres
jóvenes que estén en esta sala, tienen que sufrir
una serie de discriminaciones no obvias. A nadie se le ocurre
a estas alturas, gracias a Dios, decir que no son tan válidas
como los hombres, ni tampoco se trata de aludir al tópico
de quién cobra más para insinuar que, al fin y
al cabo, esa joven autora, esa chica joven, no está tan
preparada como alguien de similar edad pero de sexo masculino.
¡De ninguna manera! Son mucho más sutiles.
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