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AULA DE CULTURA VIRTUAL

'ISLA SIN MAR'
LA ISLA DEL NARRADOR

Fernando Delgado
Escritor y periodista
Bilbao, 7 de octubre de 2002

Hace ahora diez años estuve aquí, en Bilbao, con motivo de la publicación de mi novela Háblame de ti. En aquella ocasión, la conferencia se celebró en La Filarmónica, y la editorial me había metido mucho miedo aconsejándome que la preparara muy seriamente porque había un señor muy riguroso que se enfadaba cuando consideraba que las ponencias no estaban debidamente elaboradas. Pues bien, aquel "ogro" no era otro que Fernando García de Cortázar, cuya furia no se llegó a desatar no sólo porque me traía la conferencia muy preparada, sino también porque, para su desgracia, falló el sistema de audición de La Filarmónica y tuve que desgañitarme para exponerla. Así que tamaño esfuerzo me fue agradecido por él y desde entonces somos amigos. Amistad que hemos cultivado, por cierto, porque a pesar de que no he vuelto a pronunciar ponencias aquí sí he tenido la ocasión de venir a Bilbao, encontrarme con él e incluso disfrutar de su compañía en ocasiones como la celebración del Premio Planeta.

De manera que hoy estoy muy contento por varias razones. Una de ellas es que esta vez no tengo que desgañitarme. Otra, que tengo la oportunidad de encontrarme con un público verdaderamente afectuoso. Y una tercera es que esta cita me hace recordar las alusiones que a conferencias igualmente nutridas de público realizan en sus diarios o memorias algunos escritores como Thomas Mann, Lorca o Jacinto Benavente. Ellos ya hablaban de conferencias celebradas en teatros, pero fíjense que ahora son muchas las organizadas en pequeñas aulas como esta Aula de El Correo, hecho bastante insólito por la tremenda fidelidad de ustedes, del público, a la convocatoria de dicho periódico y que, por tal motivo, ha provocado que la actividad se haya extendido a otros muchos lugares del país.

La verdad es que yo no sabía si titular la conferencia de hoy "Contar la vida" o "La isla del narrador", aunque en definitiva, la titulara como la titulara, lo que quería era hablarles de mi experiencia como narrador por si es del interés de todos ustedes. Por eso, quizá, lo que más me gusta de las ponencias es el coloquio, una conferencia a la carta en la que uno detecta los intereses verdaderos del auditorio, mientras que la conferencia misma no deja de ser un monólogo en el que uno siempre teme no captar la atención de dicho auditorio. No obstante, ahora tengo que pasar mi particular reválida y demostrarle a Fernando García de Cortázar que he hecho los deberes. Así que, si les parece, entremos en materia.

Cuando alguna vez me han preguntado que por qué escribo, me hubiera gustado responder lo que Juan Rulfo: «Un día advertí que me faltaba un libro y al no encontrarlo decidí escribirlo». El problema es que semejante afirmación por mi parte no sería cierta, sino más bien una respuesta pretenciosa e imperdonable. Más cerca me encuentro, sin embargo, de Gabriel García Márquez, quien sostiene que escribe para que le quieran -la verdad es que soy un mimoso-, a pesar de lo cual, tampoco es del todo exacta esta idea. Al fin y al cabo, tal cuestión siempre se encuentra sometida a respuestas arbitrarias, y por eso, aunque sea tan caprichosa como intentar explicar el azar, suelo decir que soy un escritor realista aclarando, eso sí -pues no ignoro los riesgos de confusión que dicha definición puede suponer en nuestro ámbito cultural-, que considero realistas a Italo Calvino y Álvaro Cunqueiro, y que yo, como ellos, no admito dicotomía entre lo soñado y lo real. Que, en resumen, me apropio del credo estético de Horderling, quien dice que el hombre es un dios cuando sueña y sólo un mendigo cuando piensa 

No obstante, todo puede resultar más sencillo en la vida que en la pura teoría literaria. Yo, por ejemplo, descubrí muy pronto que a veces las cosas no sólo no son lo que parecen, sino que además es inútil explicárselas. De pequeño, vivía en una calle muy céntrica de mi ciudad natal, Santa Cruz de Tenerife, en las Islas Canarias, y como suele ocurrir en las ciudades, especialmente en las portuarias, la frontera entre las calles en las que vivía la gente de orden -como parece que era mi caso- y aquellas otras en las que las prostitutas hacían sus reclamos era tan breve como radical. A los niños, que éramos entonces muy callejeros y deteníamos el juego en la calzada para que pasaran los coches, nos prohibían toda incursión en las calles prostibularias bajo cualquier pretexto, ya que eran tránsito de chulos, marineros, golfantes y señoritos de la época que entraban en tratos con las mujeres que se apostaban en las puertas de los prostíbulos o de los bares y se acomodaban en sus barras para sucumbir luego a la lujuria comercial. Pero, como ustedes ya saben, no hay nada que fascine más a un niño que la transgresión de cualquier norma (tanto más si la norma se reitera hasta el cansancio: «Por ahí no se va», «por ahí no se pasa», «ésas no son calles para los niños»), aunque nuestros mayores parecían ignorar hasta qué punto nos incitaban a saltárnosla. Bastaba un descuido para que abandonáramos la pelota, la suéltola, la pídola o el rinconcito riconzón de nuestros juegos, entre los que estaba muy en boga, por aquel entonces, el de las canicas, que en Canarias llamábamos boliches, y nos dedicáramos a investigar furtivamente los empeños del amor mercenario.

Un buen día apareció por la calle en la que yo vivía un vendedor ambulante de los de aquella época que llevaba juguetes en una cesta. Yo me enamoré de aquellos juguetes, de un camión de madera, en concreto, y recurrí a mi madre. Fui a casa para buscar dinero y poder comprar ese camión (eran años de posguerra, tiempos en los que no resultaba nada fácil atender a todas las peticiones y caprichos de los niños, aunque por eso mismo se dispensaba una educación mucho mejor que la de ahora, creo yo), tras pasarme bastante rato, eso sí, intentando convencerla de que debía comprármelo. Pero para cuando salí de nuevo a la calle, con mi dinero en la mano, el señor de los juguetes había desaparecido, y al preguntar a la gente por dónde se había ido, me indicaron que efectivamente se había dirigido al dichoso barrio prohibido. Ni que decir tiene que un niño en busca de un juguete no atiende en esos momentos a ninguna prohibición, de modo que corrí hacia ese barrio y una vez allí volví a preguntar dónde podía estar el señor que vendía los juguetes. Pues bien, aquel vendedor estaba en un bar de prostitutas, naturalmente. Ni corto ni perezoso entré y allí me las encontré, sentadas alrededor de los juguetes, escogiendo alguno para sus hijos. Yo compré el mío y salí tranquilamente del lugar, y al llegar a la puerta me encontré con un catequista que se quedó horrorizado al ver salir a ese niño de ocho años que yo era de un bar de putas. Y fue entonces cuando sentí algo que luego he contado muchas veces, aunque utilizando las trampas de la memoria, por supuesto, porque evidentemente un niño no llega a pensar las cosas como un adulto. Sentí impotencia, noté la injusticia que supuso el que me recriminara el catequista y seguramente me amenazara con el fuego del infierno -era una amenaza que siempre estaba muy a mano-.

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