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AULA DE CULTURA VIRTUAL

La Fundación Grupo Correo está desarrollando este año un interesante programa de conferencias cuyas transcripciones ofrecemos en El Correo Digital.

Los proletarios del arte

JUAN MANUEL DE PRADA, ESCRITOR
Bilbao, 5 de marzo de 2001

Juan Manuel de Prada. EL CORREO
Hace cinco años exactamente, yo venía por primera vez al Aula de Cultura con una novela recién publicada, recién aparecida entonces, que era mi primera novela: Las máscaras del héroe. En ese momento, yo les hablé del concepto 'bohemia' y de algunos especímenes autóctonos que representaban muy bien ese espíritu desgarrado y doliente de lo bohemio en la España de principios de siglo. Hoy, abundando en el asunto, voy a hablarles de los proletarios del Arte, entendiendo por «proletarios del Arte» a esas criaturas trágicas, desesperadas, que entregan su vida, que inmolan su vida en los altares del Arte como kamikazes que no saben adónde les va a llevar esa entrega, ese sacrificio, y que en esa entrega lo dan todo: muchas veces, la cordura; otras muchas, la salud, y con frecuencia, la propia vida.

A propósito de esto, hay una secuencia extraordinaria en una película que no sé si conocen y que, si es que no, les urjo a que conozcan de inmediato porque es una auténtica delicia. La película es Ed Wood, de Tim Burton, director de películas tan famosas como Marte ataca, Batman, etc., y en ella se cuenta la biografía del hombre conocido como el peor director de la historia del cine: precisamente, Ed Wood. Aunque Burton le erigió a la fama, en vida desarrolló su obra en los andurriales del más absoluto desprecio, entre la cochambre y la mugre a la que estaban destinados una serie de directores que nunca alcanzaron la fama y que nunca manejaron presupuestos mínimamente decentes. Sin embargo, si por algo se caracterizó éste, que desarrolló su obra en los años 50, fue precisamente por el enorme entusiasmo con el que intentó crear Arte a partir de películas disparatadas de marcianos, monstruos, zombis, pulpos gigantes y seres que caminaban como sin reparar en focos ni cámaras; a partir de esas películas con argumentos siempre loquísimos, con guión casi inexistente y con unos actores que estaban para llevarlos al juzgado de guardia. Él, en su situación de director de serie B o de serie Z, tenía la convicción de que aquello que estaba haciendo verdaderamente merecía la designación de Arte, y en relación con esto, está la secuencia maravillosa que les quería describir, emocionante por el fervor que se muestra hacia la dedicación artística: Ed Wood, en mitad del rodaje de una de sus cochambrosas películas, se siente absolutamente angustiado y humillado porque tiene que depender de los capitalistas que le aportan un dinerillo para poder sacar adelante su proyecto. Entonces decide ir a tomar una copa a un bar próximo para desahogarse -por cierto, vestido de mujer, con un jersey de angora blanco y una peluca rubia, ya que le encantaba travestirse-, y mientras está tomando esa copa con las últimas monedas que le quedan en el bolsillo, descubre que en un recodo del bar hay un hombre que está trabajando, que está escribiendo y reflexionando. El caso es que le resulta familiar, cree reconocerlo, así que se va acercando a él y por fin se da cuenta de que es Orson Welles. Es precisamente en ese momento cuando se produce el encuentro entre el genio reconocido por todos y el aborto de genio, el hombre que puso todo su entusiasmo en esa tarea artística que se había propuesto y que no obtuvo más que desdenes, burlas y escarnio. Ed Wood se aproxima a Orson Welles y entablan una conversación; éste le cuenta las dificultades económicas con las que se tropieza a la hora de intentar financiar sus proyectos, la incomprensión de sus productores y la lucha titánica que siempre mantiene el artista no sólo con sus patrocinadores, sino con la sociedad en general, intransigente, filistea, y Wood se siente identificado. Así, a través de este diálogo maravilloso, se van difuminando las barreras entre el genio y el aborto de genio hasta resultar una conversación entre personas absolutamente encomendadas al Arte, dos personas que se inmolan en ese "altar" del que al principio les hablaba.

Ese instante de identificación entre maestro y fracasado aprendiz es el que yo he tratado de retratar en mi último libro, Desgarrados y excéntricos, que es una galería de personajes caracterizados por ser, todos ellos, un Ed Wood de la literatura. Absolutamente todos los que en el libro aparecen participan de ese ímpetu, de ese afán de gloria, de esa necesidad de expresarse artísticamente, pero también en todos ellos se produce esa terrible y paradójica realidad de tropezarse con la falta de talento; digamos, más bien, que su devoción, su fervor, es inversamente proporcional a este último. Quizá pensaban que bastaría con ese entusiasmo que ponían en su oficio para poder triunfar, si bien es cierto que terminaron, de un modo u otro, en los desvanes del fracaso. De cualquier manera, esta aventura íntima del artista que se cree con posibilidades de triunfar, con posibilidades de alcanzar la gloria, y al que la realidad pega la bofetada del desdén, del desprecio más absoluto, es uno de los momentos más conmovedores y patéticos que podemos contemplar desde fuera en relación con la creación artística.

Muchas veces me he parado a pensar en los muchos escritores y creadores que he conocido: algunos, extraordinarios; otros, mediocres; otros, ínfimos y absolutamente prescindibles, y si algo los ha hermanado a todos ellos precisamente ha sido que todos se entregan a su oficio, a su vocación, con la convicción de que lo que estaban haciendo verdaderamente merecía la pena. Además, ha habido una época reciente en nuestra historia, finales del XIX y principios del XX, época que reflejo en mi libro, en la que este ímpetu, este fervor que caracterizaba a todos los proletarios del Arte, a todas aquellas criaturas trágicas que se entregaban al ejercicio del Arte y que se tropezaban con la incomprensión de su tiempo y con sus escasos recursos, se daba en circunstancias históricas especialmente difíciles. Hoy en día, afortunadamente, la sociedad ha generado o ha segregado una serie de defensas entre las que se cuenta el cuidado del artista; es decir, el artista ha dejado de ser un ser marginal, un ser despreciado por la sociedad, y ésta, aunque no entienda su Arte, o aunque no lo acepte, o aunque no comulgue con él, ha generado, por su parte, una especie de "subvención" para el artista, de modo y manera que no quede desplazado, relegado a un segundo plano, para que no se convierta en un desclasado, en definitiva. La sociedad asume el haber parido esa criatura averiada, ese ser extraño que se sale de la norma, y lo acepta en su seno, lo cual, como digo, es un logro maravilloso, porque gracias a eso, los escritores, los pintores, los creadores en general, no nos morimos de hambre. No obstante, éste es un fenómeno relativamente reciente, ya que, como es sabido, el escritor siempre ha buscado el cobijo de un mecenas. E incluso ha habido épocas como la ya mencionada en las que la sociedad, de manera descarnada, ha preferido volverle la espalda al artista.

Como digo, esta época a la que yo me refiero, que curiosamente fue la más fructífera de la cultura española más o menos reciente, se caracterizó por su dureza con el creador. El fantasma del hambre todavía está presente en nuestra sociedad, pero de manera marginal; sin embargo, por aquel entonces era una realidad habitual, absolutamente cotidiana, que afectaba a inmensas franjas de la sociedad y muy concretamente a la sociedad literaria. Larra era el que decía que escribir en España era llorar, pero en ese momento no sólo era llorar, sino también oír el "concierto" de las tripas, ya que los escritores bohemios de antaño, que optaron por una forma de vida bastante desesperada y al margen de la sociedad, hacían diarias oposiciones al hambre, su compañera más habitual. Y ésta era la que les llevaba al sablazo, a la truhanería, a las técnicas más canallescas y disparatadas, a todas esas técnicas heredadas, en definitiva, de la picaresca que en esta época y en estos ambientes infraliterarios de la bohemia adquirió un nuevo auge. Todos estos escritores, al fin y a la postre, tuvieron que conformarse con las migajas del festín literario que se repartían unos pocos escritores privilegiados -festín bastante exiguo y pobretón, por cierto- y vivir como verdaderos funambulistas en el alambre para poder sobrevivir.

Hay un poema que les leeré a continuación, perteneciente a una de esas criaturas del arroyo, a uno de esos proletarios del Arte que era Armando Buscarini, en el que creo que se compendian exactamente los móviles que inspiraban a estos desgarrados y excéntricos, a estos escritores malditos y desdeñados de principios del siglo XX. Pero antes les contaré quién era, cosa que ya hice hace cinco años en la conferencia que di en este mismo foro. En principio, fue un niño bohemio, un niño que empezó a publicar libros con apenas 15 años. Había nacido en un pueblo de la Rioja, en Ezcaray, había pasado una infancia bastante lastimosa, era hijo de madre soltera, y cuando contaba 15 años, su madre emigró a Madrid para ganarse la vida, ciudad donde regentó una pensión especializada, no me pregunten por qué, en clientela portuguesa. Precisamente en esa pensión, el joven Armando siguió creciendo, descubrió a Bécquer y de repente decidió que quería ser poeta. Para que se hagan ustedes una idea, podría ser una versión menesterosa y palurda de Rimbaud; empezó a escribir muy joven y, siendo también muy joven, tuvo que dejar la literatura -a diferencia de Rimbaud- porque enloqueció, enfermó muy gravemente, y tuvo que ser recluido en un manicomio.

 

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